Como ya sabéis, en este blog no sólo me dedico a publicar todo aquello relacionado con mis libros, sino que también trato de ayudar, en la medida de lo posible, a todas esas personas que se han lanzado a este difícil mundo.
Y hoy os quiero hablar de Antonio Hidalgo y de su novela, La Montaña de las Cerezas Blancas.
SINOPSIS
Ambientada en el siglo XV, momento en el que la corona de Castilla estaba interesada en la repoblación de ciertas tierras abruptas en la hoy denominada sierra sur. Tierras hasta entonces utilizadas en el pastoreo, las cede a colonos venidos de diversas partes del norte, colonos que intentan sobrevivir luchando contra todas las dificultades que conlleva implícitamente la supervivencia.
El amor, el deseo, el odio, la ambición, les conducirá por diferentes caminos. Unos alcanzaran la felicidad, otros sus sueños y otros la perdición, arrastrándolos a la muerte.
De narrativa ágil, el lector se sumerge en el complejo mundo de los personajes donde sentirá desprecio hacia alguno de ellos para que en un giro inesperado sentir piedad de él.
O viceversa.
Lo cierto es me llamó la atención y estoy a la espera de recibir mi ejemplar para poder leerlo.
Antonio me facilitó el primer capítulo para que os lo deje y que podáis leerlo. Así que ahí va.
La tarde otoñal presagiaba una noche
fría; el cielo era de un tono metálico y algunas nubes dispersas parecían bolas
sucias de algodón con formas fantasmagóricas. El frío viento, que venía del
suroeste racheado, peinaba las greñas de
Hadi que, afanosamente, buscaba leña en el bosque.
Tres meses atrás, él y Mathilda, habían decidido vivir
juntos instalándose en un refugio que los pastores Antonino y Gregorio les
cedieron. Era un refugio que utilizaban
entre los meses de mayo y septiembre cuando se desplazaban con el ganado en busca de lugares más
frescos.
Hadi le explico a Gregorio, su gran
amigo, lo que ocurría; la necesidad imperiosa que tenían él y Mathilda de su
refugio .Gregorio no planteó ningún reparo,
respondiéndole:
-No te preocupes, Hadi. Convenceré a
mi compañero Antonino, lo entenderá y no habrá ningún problema.
-¿Dónde pasaréis las noches
tú y Antonino? -dijo Hadi- Podemos estar todos dentro. No nos
importaría, ni a Mathilda ni a mí.
- No, Hadi, -dijo Gregorio- ni yo ni
Antonino querríamos ennegrecer los que podrían ser los días más felices de
vuestras vidas.
-Pero, ¿cómo podríamos dormir
tranquilos Mathilda y yo sabiendo que vosotros estáis afuera sin más abrigo que
vuestros jubones?
-Y el de las estrellas -dijo
Gregorio- este cielo maravilloso que alumbra mis sueños, sueños que tú has
alcanzado, pero yo no. Por eso, contemplando las estrellas, me quedo dormido
profundamente con la esperanza de encontrar algún día una compañera dulce y
cariñosa como Mathilda.
Gregorio era, para él, un
hermano. Cómplices y aventureros, compartían la miel de la amistad cada
verano. Hadi
y Mathilda esperaban, todas las primaveras,
la llegada de Gregorio. Junto a
él pasaban días enteros, intercambiando secretos y vivencias. Gregorio
les hablaba de otras tierras, de llanos
inmensos donde el agua no era tan abundante. Los hombres cultivaban vino siendo
muy expertos en la elaboración “¡y en el consumo!”, decía Gregorio, riendo
abiertamente.
- Mi padre, por ejemplo, es gran
consumidor. Así nos tiene a todos los
hijos por ahí, desperdigados trabajando, sin ninguna esperanza en el futuro. Y a
mi madre la tiene como a los ángeles, desnuda.
Gregorio le enseño a observar los
animales para conocerlos mejor y respetarlos ,convirtiendo a Hadi en defensor
del entorno, cosa que a los carboneros y a Bernardo les parecía de personas
raras, no entendiendo el porqué del respeto a ciertos animales.
Hadi,
por su parte, explicaba sus experiencias en las tierras de levante. Allí
eran naranjos y limoneros los que vestían la tierra. En la época que florecían,
el perfume del aire era delicioso; mejor que el de los cerezos.
- No
me lo creo -respondía Gregorio, con el apoyo de Mathilda- ¿Mejor que los cerezos?- volvía a
preguntar Gregorio.
- Bueno, los cerezos, si estoy junto
a Mathilda, huelen mejor-de esta manera zanjaba Hadi la cuestión entre las
risas de Gregorio, y el enojo de Mathilda.
En los días calurosos, cuando las ovejas pastaban tranquilamente,
Antonino les dejaba ir a bañarse; totalmente desnudos en el remanso, formado en
un recodo del río, se introducían en las limpias y heladas aguas de Río Frío.
Mathilda prefería quedarse junto a Antonino
hablando, más que nada por pudor. Aunque le tentaba la curiosidad de espiarlos
para verlos desnudos.
Al llegar el mediodía, a la sombra de
unos enormes nogales, compartían pan, queso y melón.
Ahora, después de todo lo ocurrido, Hadi se sentía enormemente feliz. La
noche anterior, Mathilda le dijo que posiblemente estaba embarazada. Él, a sus
veinte años iba a ser padre, y ese hijo
se lo entregaba Mathilda; el ser que más amaba en el mundo.
El refugio de adobe y cañas era
pequeño, de un solo cuerpo, sin paredes interiores, de forma rectangular. Tenía
tres metros de ancho por seis de largo.
En un lado, el pesebre donde comía la mula que ayudaba a Hadi en las
labores del campo. En el otro extremo, centrada, una chimenea como cocina, que, en los fríos inviernos, caldeaba la
estancia, haciendo más llevaderas las álgidas
noches. A un lado de la chimenea había un hueco en la gruesa pared,
utilizado como alacena o despensa, donde guardaban sus escasos enseres. En el
lado opuesto, dos vigas a media altura empotradas en sus extremos a la pared.
En el otro extremo, estaban unidas por una tercera viga, formando un rectángulo, y, de cada vértice
bajaban dos gruesos maderos, que,
apoyados en el suelo, hacían las veces de columna y soporte del catre. Una soga
entretejida, tupida, simulando una tela de araña, soportaba el jergón relleno de lana. En él dormían Hadi
y Mathilda.
“Tengo que trabajar duro” -pensaba
Hadi mientras seguía recogiendo leña- , “Tengo que mejorar estas condiciones de
vida.”. Gracias a su padre, que le había
enseñado los secretos de la albañilería, construiría un cuerpo superior donde
estaría el dormitorio, a salvo de la humedad y ventilado por unas ventanas.
Así, cuando viniese al mundo su pequeño, estaría a salvo de bichos y
enfermedades. Sería un hogar digno, para él y para Mathilda.
Con estos pensamientos, Hadi, cargó
sobre su espalda el haz de leña. Cogió
la estrecha vereda y, caminando ligeramente, salió de la penumbra del bosque.
En el delicioso silencio, solo roto
por el crujir bajo sus pies del seco sotobosque, los alegres trinos de los pájaros y el agudo silbido del viento entre
las ramas de los pinos, le pareció escuchar el trote de unos caballos y un
tintineo metálico.
“¡Oh Dios!,” -pensó Hadi-
“¿soldados?”
Giró la vista hacia el lugar de donde
provenían los sonidos y vio, en la vertiente
opuesta del río, una docena de soldados a caballo.
Parecen castellanos. Si se dirigen a
Granada, -dedujo Hadi- seguramente irán
perdidos, buscando algún lugar donde poder pasar la noche al resguardo del frío
cierzo.
Hadi soltó el haz de leña y corrió
desesperadamente hacia el refugio. El frío viento le azotaba el rostro, produciéndole un ligero
escozor, y los ojos llorosos, por el mismo efecto del frío le volvían brumoso
el camino. Al divisar el refugio, vio a Mathilda recogiendo unos trapos que
había lavado y puesto a secar. Su rubia melena parecía jugar con el viento que,
alegremente se alzaba y suavemente
volvía a caer sobre sus hombros
Ella, al verlo correr de aquella
manera se asustó.
- ¿Qué ocurre?
- ¡Corre Mathilda! Tienes que
marcharte a casa de tus padres, aunque sea solo para esta noche.
- Pero, ¿qué pasa?
- Viene un grupo de soldados. Tal vez
mercenarios de castilla, quizás camino de Granada buscando algún lugar donde
pasar la noche. Si ven el refugio, pasarán aquí toda la noche y no quiero que
vean que estamos los dos, aquí solos, juntos. Corre; ¡vete!
-Pero, ¿cómo voy a ir con mis padres?
Sabes que no me acogerán, después de todo lo que ha pasado.
-Sí, Mathilda; -dijo Hadi- ves y
diles que he tenido que marcharme. Tú no
puedes quedarte aquí sola invéntate algo, pero no te quedes aquí esta noche.
-Por favor Hadi, no pasará nada. No
debes preocuparte. Yo no quiero alejarme de ti.
Hadi, desesperado, la cogió por los
hombros.
-Mathilda, no lo entiendes, no son
buena gente, no son como tú ni como yo, ni como nuestras familias, ni como las
gentes de estas montañas donde solo queremos trabajar tranquilamente, con el
único fin de alimentarnos a nosotros y a nuestros hijos. Ellos van a la guerra,
solo saben matar, están de paso y no les importa sembrar el mal en su camino,
la muerte siempre va con ellos.
-Calla Hadi ¡déjalo! Además, ya es
demasiado tarde.
Mathilda, con la mirada, señaló sobre
la espalda de Hadi, él se giró, estaban allí, a unos cien metros. Les habían
visto y venían hacia ellos.
- Entra en la casa, mejor que no te
vean -le dijo Hadi-.
Mathilda, callada, obedeció.
- Dios te guarde, cristiano. –le
saludó quien parecía ser el jefe del grupo- Porque, ¿eres cristiano?
- Sí, lo soy -respondió Hadi-.
- Soy quien comanda esta partida.
Vamos hacia Granada, nos perdimos y necesitamos alojamiento y
comida esta noche.
Hadi asintió. Era lo más prudente. El
aspecto de aquellos “caballeros” no era precisamente tranquilizante; quien
comandaba el grupo, de rostro arrugado, la barba del color de la canela,
hirsuta, no demasiado espesa, dejaba entrever una cicatriz atravesándole el
rostro, los ojos color miel de mirada traidora. Vestía una camisa que pudo ser
blanca cuando fue confeccionada, sobre la camisa, un jubón y encima, un coleto
de cuero cuya función más probable era la de
minimizar las posibles puñaladas del enemigo. Las calzas, voluminosas,
botas de piel al cinto, su espada, y una correa cruzaba en diagonal desde su hombro a la cintura,
colgando de ella una vaina con el cuchillo. Barbudo y sucio, enemigo de la
limpieza, tal vez, porque todo su empeño y vigor lo empleaba en mantener su
limpieza de sangre y de espíritu, virtudes que él consideraba más importantes,
su aspecto imponía negativamente.
Los
soldados, que le iban a la zaga, obedientes y fieles a su capitán, cumplían
“escrupulosamente” las pautas y hábitos del capitán, destacando con éxito el concerniente a la higiene. .
- Supongo que, como buen cristiano,
no nos negarás cobijo y comida. –Repitió Iñigo, que así se llamaba el capitán–
vamos a combatir al moro, necesitamos recuperar fuerzas para librar castilla de
herejes e infieles.
A Hadi se le heló la sangre. Las
palabras pronunciadas de aquel modo por el capitán parecían amenazantes. Desde
el primer momento, los castellanos vieron que él era árabe, su físico le
delataba.
-Moras con mujer, ¿verdad muchacho?
-dijo Iñigo- Dile que salga.
Hadi no tuvo que llamarla; Mathilda
salió peinando con su mano la rubia
melena mirando valiente al capitán.
- Preciosa muchacha.-dijo Iñigo, con
lasciva sonrisa- Estoy seguro de que sabrás agasajarnos con un buen guiso de
cordero. ¿Cómo te llamas, muchacha?
- Mathilda -respondió ella-.
- Bonito nombre. Creo que Dios nos ha
iluminado el camino, ayudándonos a encontrar un acogedor lugar para pasar una
agradable noche.
Las palabras del capitán y las
sonrisas cómplices de los soldados aumentaron el temor y la sospecha en Hadi de
que nada bueno podía esperar de aquellas gentes.
Iñigo bajó del caballo y dirigiéndose
a Hadi, le ordenó:
- Venga muchacho, no nos hagas
esperar más, trae leña y mata uno de tus corderos, estamos muertos de hambre.
Ignorándolo, dándole la espalda con
la certeza de que cumpliría su orden, Iñigo se dirigió hacia Mathilda, y
agarrándola fuertemente del brazo le dijo:
-Ven, hermosa mujer, entremos en la
casa. Debes enseñarme donde dormiré.
La tropa soltó una sonora carcajada.
-¡Déjala! -grito Hadi- Os lo
prepararé todo, pero a ella dejadla marchar.
-¿Adónde muchacho? La noche es muy
fría, supongo que la amas lo suficiente como para no permitir que duerma fuera.
-Dejadla, debe marchar con sus
padres.
-¡Ah! Pero, ¿no estáis unidos bajo la
bendición de Dios nuestro señor? Vaya, vaya... ¡que sorpresa! Así, no eres
su esposo, por lo tanto, no tienes ningún derecho sobre ella.
-¡Déjala!- volvió a gritar Hadi-.
-¡Haz lo que te he ordenado, maldito
moro infiel -gritó furioso Iñigo-, si no quieres que te degüelle aquí mismo!
Girándose, asió a Mathilda fuertemente por el
brazo, empujándola hacia la puerta de la
casa. Hadi se abalanzó contra Iñigo como una fiera acorralada pero el barbudo
capitán, ducho y curtido en la lucha, le esquivó. Cuando Hadi volvió contra él
ya tenía desenvainado el puñal. Pero la ira había cegado a Hadi y
cuando consiguió aferrarse al
cuello de Iñigo, este le asestó una
certera puñalada.
Hadi, herido de muerte, se aferró al
cuello del capitán con todas sus fuerzas,
apretando, en un intento desesperado de acabar con la vida de aquel
desalmado, pero era su vida la que se diluía, apagándose lentamente, su fuerza
se licuaba por el reguero de sangre que del pecho le brotaba. Dos soldados
acudieron en ayuda de Iñigo, cogiendo a Hadi de los hombros, lo separaron sin gran
esfuerzo. El cuerpo de Hadi, laxo, ya no ofrecía ninguna resistencia. Lo tiraron salvajemente al suelo y su cuerpo
desmadejado, allí quedó sobre unos geranios aplastados, inerte.
Mathilda sujetada por el cuello por
otro de los soldados, lloraba gritando
desesperada el nombre de su amado. Sometida fácilmente, por la fuerza y la
brutalidad de aquellos energúmenos, la empujaron dentro de la casa. Desde la
misma puerta, el capitán, dio órdenes a los soldados.
¡Preparad un buen fuego! ¡Sacrificad los corderos
necesarios para saciar nuestra hambre! Vamos a necesitar fuerzas, la noche es
larga y esta bella mujer nos la hará más llevadera.
¡No os preocupéis! ¡Habrá para todos!
Los soldados festejaron con risas las
consignas de su capitán.
La noche, asomaba negra como la
muerte. Solo por el oeste se divisaba una tenue franja de luz sonrosada,
apagándose lentamente. Aun así, se oían los alegres trinos de los pájaros y el
viento ululaba tristemente.
Bueno, aquí os dejo el material para que podáis disfrutar un poco de ello. Mañana os informaré de cómo podéis conseguir la novela.
Un beso, un abrazo y un mordisco.
Me ha gustado este capítulo. Hace tiempo que tengo ganas de leer esta novela. Espero que la disfrutes.
ResponderEliminarBesos
Gracias Marga!!!
EliminarLo haré en cuanto me llegué el ejemplar.
un abrazo