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lunes, 30 de mayo de 2011

La Llama del Ángel (Capítulo VII)


CEREMONIA
  Durante catorce años había tenido la sensación de que la vida pasaba a mi lado sin que yo perteneciera a ella. Había sido como estar subida a un pequeño coche, un lento y pesado vehículo que yo debía empujar por una larga carretera, sin saber que me encontraría al final de ese camino. Ahora tenía la sensación de que ese pequeño cochecito se había convertido en un bólido, que me llevaba dentro y que me arrastraba por esa carretera, a una velocidad de vértigo. Sin embargo, ahora sabía que era lo que me podía encontrar el final del camino. Y sólo existían dos posibilidades. Uno: chocarme con una inmensa pared y acabar muerta, fría y vacía de todo, de sangre, de luz y de vida. O dos: tener la eternidad ante mí, siendo la mujer más feliz del mundo. Pero a pesar de todo, yo no era quien conducía ese vehículo. El timón de mi vida estaba en manos de Chris.
  No me quedó más remedio que conformarme con aquello, con la vana esperanza de que Lucian entendiera mis razones y comprendiera que mi vida no tenía sentido sin Chris, y que éste tuviera el suficiente autocontrol como para tenerme sin matarme, como había dicho en reiteradas ocasiones.
  Los días posteriores a la llegada de Lucian y a la confesión por mi parte a mi familia de toda la verdad que nos rodeaba, pasaron a velocidad de vértigo. Pusimos en marcha todos y cada uno de los pasos que Lucian había indicado que debíamos seguir para no levantar sospechas, y no nos fue del todo mal. Bueno, excepto a  Trizia, que le dio un ataque de histeria cuando comprobó, que para hacer más verídico el atraco a su tienda, Andros y Olimpia no se habían limitado simplemente a robar, sino que destrozaron algunas cosas. Llegó a casa hecha una furia. Parecía que escupía fuego por la boca, los ojos se le salían de las órbitas y los tenía inyectados en sangre. Se puso a gritarles a Andros y Olimpia. Incluso hubo un momento en el que temí en que le soltara un bofetón a mi cuñado. Por suerte para su mano, no fue así. Se la habría roto en mil pedazos.
  Keinan fue recuperando poco a poco su normal comportamiento, aunque de vez en cuando seguía pareciendo ausente y distante. Dejé de tratar de averiguar el por qué. Ya tenía bastante con ordenar mi vida.
  Drake se pasaba horas y horas metido en la biblioteca, devorando libros o hablando por teléfono con Osiris, el padre de Helia, al cual invitamos a la ceremonia.
  A pesar de tener una habitación para él en la casa que Chris había comprado, Helia se mudó con mamá. Y me pareció lo más lógico, teniendo en cuenta la cantidad de oídos indiscretos que habían en esa casa. No se podía pedir intimidad cuando los habitantes de aquella morada eran capaces de escuchar el corretear de un ratoncito a medio kilómetro de distancia.
  Yo no regresé a casa con Victoria. Me mudé a mi nuevo hogar. Fue petición de Chris, y acepté sin pensármelo dos veces. En medio de toda aquella locura, sólo me importaba estar el mayor tiempo posible con él, dormirme abrazada a su escultural pecho de hielo, dejando que su aliento cosquilleara en mi garganta y que mi mente divagara por todo aquello que quería que ocurriera en mi noche de bodas. Como siempre, mi única prioridad era mi adorado ángel.

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